Por Inés Saavedra / @inessaavedra
El clima y las concepciones ideológicas determinan nuestro espectro culinario, pero eso no limita nuestra curiosidad por conocer y disfrutar de la alimentación de otros pueblos.
El mundo está cambiando rápidamente, hemos visto cómo se mueven las divisiones políticas dando lugar a países nuevos. Vivimos en un mundo aparentemente lleno de límites, conceptos como nacionalidad o frontera se han vuelto parte de nuestra cotidianidad. Pero, ¿existen fronteras para la gastronomía?
Las fronteras son artificios, una mezcla entre los límites geográficos establecidos por la naturaleza y los límites políticos establecidos por la sociedad. Pero los sabores son capaces de vencerlos. A pesar de la política, las distancias o las guerras, los ingredientes de diferentes culturas son capaces de convivir armónicamente en un mismo platillo.
Observemos la trayectoria de algunos ingredientes que le han dado la vuelta al mundo, como el café, el té o la vainilla. Éstos han viajado y se han reinventado para adaptarse y quedarse en el gusto de la gente, volviéndose universales.
La cocina se enriquece por el intercambio, nada es puro, todo se fusiona. El plato servido en nuestra mesa es la consecuencia de intercambios, de afortunados fracasos y de ideas que hemos recibido como herencia de muchas generaciones. Construimos recuerdos a partir de sabores y olores que conocimos en la infancia o que probamos en algún viaje. La comida está llena de nostalgia, viajamos con las maletas llenas de especias y condimentos para reconstruir nuestras cocinas en lugares nuevos y compartir un poco de nuestra cultura en una mesa lejana.
No todo está dicho, la cocina no está acabada, se sigue construyendo y nos permite enfrentarnos a los cambios, nos anima a seguir creando, a experimentar para mejorar la alimentación del ser humano en un universo creativo que está en constante expansión.