Miré atrás para imaginarme aquel “México de ayer”, libre de teléfonos celulares, franquicias cafeteras voraces y maíz transgénico; el México en blanco y negro que vive en el recuerdo, pero más colorido que lo que cualquier ingenioso artilugio de 3D podría representar.
Por Gustavo Proal
Un México que preserva aquel olor a café de olla. Pensando en ese aroma, comprendí que algo tenemos en común mi tío abuelo José y yo, algo que nada ha cambiado desde el México del tranvía.
A través de sus recuerdos inicio el viaje a un pasado a partir de lo que perdura: el saco cruzado que algún ciudadano porta, orgullosamente ignorante de lo vintage de su condición, mientras disfruta de su guajolota; el ciudadano que quisiera mezclarse con la crema y nata de la sociedad, como en Ustedes los ricos. En mi ingenua travesía al pasado me pregunto si en los días del tío José el tiempo también parecía comerlo todo.
Hoy apenas se anuncia la serenidad de la noche en alguna calleja y escuchamos el pregón que nos ofrece tamales oaxaqueños, calientitos, omnipresentes, demostrando que la modernidad nos presenta lo mismo de siempre pero en gran formato. “Una indita muy chula tenía su anafre en una banqueta, en su comal negro y limpio freía tamales en la manteca”, recuerda el tío José sin pensar en las recomendaciones del mundo “saludable”.
Aparecen memorias supeditadas al aroma del maíz que trasciende décadas, al cimiento de un México que nunca termina de darle lugar a las manos que lo trabajan. De golpe me recubre un añejo pero falso sentido de identidad y justicia campesina propia del citadino grillero; y para evadirme salgo en busca de un curado de avena o un mezcal en penca, como el que alguna vez se zampó el tío José. Y ya regresaba el tío de Apan con aires de victoria y polvo de camino en la frente exigiendo a su mujer, quien –ignorante del concepto de equidad de género– hacía el café de olla que comenzó mi viaje, preparaba los huevos al gusto del patriarca y usaba faldas largas, no demasiado entalladas, que poco lucían debajo de aquel delantal de encajes.
En libre asociación de ideas descubro un México que cambia pero no muere, el mismo que el tío José degustó, que sigue allí donde el campesino, el obrero, el burócrata o la señora de Interlomas se han echado un taco, ya sea de ojo o de lengua, como los políticos, porque hasta el más Sope se ha saboreado un buen sope y no doy paso sin huarache sin comerme mi huarache, que la chancla que yo tiro no la vuelvo a levantar pero pa’ levantar, nada como una pancita como aquéllas que tenían las torneadas rumberas despreocupadas de la anorexia, que llenaban con su bamboleo la Época de Oro del cine mexicano en donde seguro algún cómico, hijo de la Carpa, chopeó su pan de muerto que ni ha muerto ni mata porque lo vigila el ojo de pancha, temerosa de que las donas de paquete arrasen con todo.
Y mientras viajo por el México que no conocí, aprecio el que conozco y espero que el aroma de café de olla y otros tantos jamás desaparezcan, pues son nuestro lazo con varias generaciones de abuelos y fogones donde la abuela cocinaba algún guiso criollo, heredado a su vez de su abuela allá en el año del caldo.
Tal vez te interese: