Por Luis Daniel Bennetts Campos
Hoy podemos encontrar al amaranto en muchos dulces típicos mexicanos como las alegrías, los mazapanes y las granolas, incluso en atoles y galletas, pero el amaranto no siempre fue tan dulce…
En la época prehispánica, los mayas, aztecas e incas ya utilizaban ésta planta al punto de convertirse en su fuente principal de proteína en conjunto con los productos que obtenían de las milpas (frijol, maíz, calabaza y chile). Pero el amaranto era un poco más especial.
En ciertas ceremonias religiosas, una vez tostada y molida, la semilla del amaranto se mezclaba con miel para elaborar una especie de pasta que terminaría dando forma a estatuillas y figuras de animales, objetos o guerreros. Las mujeres aztecas solían añadir sangre de víctimas humanas a la mezcla para servir a las festividades religiosas. Al finalizar, las figurillas se dividían entre los participantes para ser consumidas por los mismos.
Durante la Conquista, al llegar los españoles a América, dichas ceremonias fueron vistas como una perversión. Con el objetivo de evangelizar a los nativos de la región, éstos rituales se prohibieron tan radicalmente que el mismo cultivo de amaranto era motivo de castigo. Naturalmente, poco a poco se fue olvidando este alimento -tanto para el alma como para el cuerpo- y se perdió la costumbre y el hábito de su consumo.
Si Hernán Cortés hubiera dejado en paz al santo amaranto, es probable que en la actualidad aprovecháramos todos los beneficios de este ingrediente tan versátil, al poder utilizar las hojas como verdura y las semillas como un grano rico en proteínas. Afortunadamente, en algunas localidades de México se cosecha y se aprovecha de la manera correcta. Qué bendición sería que todos siguiéramos el ejemplo de éstos pueblos sabios.