La comida corrida es una de las estrellas de la gastronomía mexicana, no como platillo sino como concepto.
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Por Leo Cuello
Al extranjero que no la conoce le espera un descubrimiento mágico, porque combina sabores y costumbres ajenos que lo enamoran y lo invitan a quedarse para siempre. Comenzaremos diciendo que, por su condición de ejecutarse “por tiempos”, se trata de un ritual popular que se cumple únicamente a la hora de la comida (el almuerzo en el resto de Latinoamérica).
Entre las dos y las cinco de la tarde, más o menos, las cocinas están listas para recibir a comensales muy diversos: en las colonias y en zonas comerciales, ya sean coquetos locales, pintorescos patios o simplísimos garajes, los guisados viajan de las ollas al plato. El plástico suele dominar la escena: sillas, mesas, manteles, jarras, vasos y platos son de ese material, la mayoría de las veces, aunque también encontraremos madera o vidrio, según el caso.
Allí hará su entrada triunfal la comida.
Primero, la sopa: desde el famosísimo consomé, pasando por distintas cremas (zanahoria, cilantro, etc.), hasta las distintas alternativas de sopas de fideo.
El segundo tiempo es en ocasiones para la pasta o casi siempre para el arroz. Este plato es, por lo general, pequeño: la pasta se reduce a tallarines con crema y un poco de queso encima; el arroz tiene distintas variantes, entre el blanco y el rojo, maquillado con zanahoria o chícharos o calabacitas o alguna-otra-cosa, y hasta acompañado de un huevo estrellado o de plátano rebanado. Aquí nos atrevemos a dar una orden, más que un consejo: no se puede evitar bañar el arroz con un poco de salsa, verde o roja, en cantidad a gusto y tolerancia de picores.

A la hora del plato principal, se nos hace difícil enumerar las posibilidades, así que mejor generalizamos; tendremos dos grandes opciones: carnes o verduras. Entre las primeras hay costillas, milanesas, piernas y demás presentaciones, a veces oficiando de alma en enchiladas o burritos, por ejemplo. De las segundas podemos decir que son tanto o más llenadoras y abundantes: brócoli, coliflor, chiles rellenos y otros son muy amigos del queso.
Al final nunca falta el postrecito (sí, el diminutivo aplica al cien por cien): algún caramelo, alguna golosina, una gelatina pequeña rematan con azúcar este banquete cotidiano.
Entre mesas que se comparten, tortillas calientitas y aguas frutales, en medio del “provecho” casi gritado y por cortesía, el rito de comer entre pares se renueva todos los días y es por demás recomendable. Descubrir la comida corrida es un lindo ejercicio para el que pisa México; redescubrirla diariamente es una sugerencia para los que llevamos mucho tiempo aquí.