Por Antonieta Torres
Polvos que se convierten en chocolate caliente al contacto con el agua, píldoras con sabor a carne, gel de lasaña y espuma de verduras… Mientras los cocineros usan viejas técnicas de la NASA para crear “cocina molecular”, los científicos se plantean el reto de crear platillos para las expediciones tripuladas a Marte.
La alimentación de las misiones al espacio es uno de los retos más interesantes para los científicos. Si bien la intención ha sido que los astronautas que nos observan desde la luna no terminen desvariando o medio desmayados, el diseño de los menús espaciales debe tener en cuenta una serie de factores inimaginables para los que nunca hemos comido fuera de la órbita de la Tierra.
En principio, a los cosmonautas no se les puede ofrecer un mole de olla; además de que necesitarían Pepto Bismol –se sabe que los rusos no toleran bien el picante–, la adaptación del platillo a las condiciones gravitacionales sería tal que ya no se llamaría mole de olla. Más allá de elegir un platillo por sus ingredientes, la alimentación en el espacio debe cubrir las necesidades nutricionales y emocionales de quienes la consumen. Así, a partir de la investigación y de las técnicas de transformación de los alimentos, los científicos han logrado alargar la vida de los productos para satisfacer el hambre, mantener la salud y también la cordura de los viajeros.
En la primera misión espacial, allá en la década de 1960, los astronautas consumían comida poco apetecible, como geles o polvos nutritivos deshidratados que, al contacto con el agua, emulaban las cualidades sensoriales los alimentos. Sin embargo, debido a la falta de gravedad, la hidratación se realizaba directamente en la boca. La estrategia resultó aceptable, pero tuvo que ser mejorada para que los astronautas no se aburrieran al tercer día de los alimentos nutritivos pero poco amigables al paladar.
Desde entonces se han desarrollado técnicas como la liofilización o deshidratación en frío, en la que los alimentos pierden agua –por lo tanto no desarrollan microorganismos– pero no volumen; la irradiación, que deshidrata los alimentos y los deja absolutamente libres de patógenos; o el empacado al vacío con termo estabilización, que consiste en empacar los alimentos en una bolsa plástica eliminando la mayor cantidad de agua, sometiéndolos luego a una temperatura específica que actúa como moderador para que la comida resista las variaciones térmicas.
Luego de cuatro décadas de investigación, los científicos han conseguido que los alimentos puedan ser consumidos casi como en la Tierra, de manera sana e inocua. Lo que antes resultaba impensable ya es una realidad: en la Estación Espacial Internacional se consumen enchiladas, coctel de camarones o un buen filete de res. Pero las búsquedas van más allá de considerar el valor nutricional y la sabrosura de los alimentos. El factor gravedad siempre será determinante. ¿Qué tal que está riquísimo el tamal pero nomás no se deja comer? Además, la digestión se vuelve más complicada sin gravedad porque el alimento “flota” en el estómago. Y aunque al final logra ser digerido, produce problemas de gastritis (sin mencionar que el consumo de bebidas gaseosas ocasionaría otro tipo de problemas digestivos.)
Los astronautas del siglo XXI se sientan a la mesa como cualquier terrícola, con cubiertos en mano pero con las bebidas empacadas en botellas especiales y las charolas fijas a la mesa con velcro o imanes. Eso sí, los alimentos no deben desbaratarse ni por asomo. Imaginemos esta situación: un astronauta saca su torta de la bolsa, el pan suelta un par de migajas, una de ellas se cuela en el dispositivo de control de reentrada a la Tierra, provoca un cortocircuito, Houston, tenemos un problema. Los astronautas quedan perdidos en el espacio, y todo por una inofensiva torta.
Los polvos que se convierten en malteada de chocolate al contacto con la saliva, las píldoras con sabor a carne, el gel de lasaña y verduras quedaron atrás. (Aunque aún los vendan en las tiendas de la NASA como souvenires para los turistas). Hoy cada astronauta disfruta la comida a su gusto: si hay un mexicano, le puede tocar una enchiladita o su taco con salsa, lo mismo que a un chino un chow mein y al polaco unos ricos pierogis. El objetivo es que las comidas sean fáciles de preparar –o mejor dicho, de reconstruir–, nutritivas y palatables (ricas, pues).
Detrás de cada platillo espacial hay un equipo de investigadores que experimentan en el área de la NASA dedicada al asunto: el Space Food Systems Laboratory (SFSL). La investigación actual, por ejemplo, está enfocada en conseguir que los alimentos duren años de años, porque uno nunca sabe y qué tal que llegamos a Marte en expediciones tripuladas.
La realidad de los alimentos en el más allá, lejos de los confines de la Tierra, difiere mucho de las historias que imaginamos, incluso aquellas que hablan de alimentos liofilizados y deconstruidos (sí, igualito que la “gastronomía molecular”). Esas técnicas ya son historia antigua para los investigadores del SFSL, cuya misión consiste hacer que los cosmonautas, a miles de kilómetros de la Tierra, se sientan como en casa.