Robé sobras en los mercados e incluso recorrí los basureros de los restaurantes.
Por Gustavo Proal
Un día, la vida me ofreció un acontecimiento estúpido: perder una apuesta y convertirme en mendigo. Basta con decir que la afrenta consistía en privarme del dinero que me correspondía para comer. Los primeros días no fueron graves; sin embargo, al cabo de unas semanas, se volvió un poco más complicado. Conocí el dolor de tripa y el sinsentido provocado por la falta de nutrientes. El hambre y la fe eran lo mismo, y saciar cualquiera ya no era saciedad, era un milagro. Robé sobras en los mercados e incluso recorrí los basureros de los restaurantes.
Pronto terminaría la apuesta, así que viví los últimos días de mi voluntaria inanición, inmerso en la vida salvaje con un propósito: el sueño de iluminarme en el ayuno. Hallé la íntima relación entre comida, sociedad, religión, mística y magia; ¿por qué cazar una res entre varios tiene algo que ver con la república? La tortilla tiene una historia muy similar a la del cuerpo de Cristo. Blanca Nieves se condena al matrimonio por una manzana, hija de Adán y Eva, al fin. Gandhi deja de comer y trae paz a una nación. Yo, en cambio, aprendí a comulgar con el dios de los subyugados que no saben que tienen derecho a reclamar algo que es suyo, pues siempre hay algún oportunista que ve tierra y dice “mío”, o ve tapete y baila con ese Dios Tercer Mundo, el Dios del hambre y la chatarra, el que me invitó a conocer el derroche estomacal de víctima y victimario autoinducido, donde lo único que no juega es la salud.
Terminó la apuesta, me había sometido al castigo del hambre. Entonces, gocé del dolor de estómago que hay antes y después de ingerir el alimento. Sea por no consumirla lo suficiente o por consumirla de más, la comida es mi fe y mi iglesia, mi virtud y mi vicio, mi fast food religion, mi comunión para llevar, iluminación estomacal, memoria del dolor que terminan siempre en una liviana sobremesa con dioses panzones.