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El matrimonio perfecto

Por Gustavo Proal

grant wood

Desde que tenemos memoria, nos han vendido la idea de que la felicidad eterna no solo es deseable, sino que debe ser alcanzada. Todo en armonía, todo fluyendo y en el amor, de truenos para arriba, nada de medias luces.

Pero qué locura sería vivir en esa intensidad por siempre jamás. Aquello que “vivieron felices para siempre”, algo se tomaron y no es nada más una botella del mejor Champagne, seguramente alguno de esos ingeribles que dan risa o de esos chícharos dulces que hacen daño. Los que viven, del verbo vivir, no del verbo negación, no pueden vivir felices para siempre. Encontrar el equilibrio ya es más que suficiente, y nadie que sonría todo el tiempo está equilibrado, miren a esos payasos diabólicos tan famosos en películas ochenteras, que salen en extraños videos de Boingo (Exquisitez musical con ínfulas teatrales).

Pero me estoy alejando del punto, como es mi costumbre. Ha llegado la hora de hablar de la pareja perfecta; esa que has buscado siempre por todas partes, o lo que es lo mismo, esa que entre en tu molde, aunque sea a la fuerza y aunque queden las lonjas y la humanidad fuera del molde.

Mi maestro en el arte de comer y beber, de la Superior de Gastronomía, me reveló cosas importantes al respecto: jitomate fresco al natural y vino tinto nunca juntos, es una catástrofe paladina (de paladar y de notoriedad, quise decir). Quesos fuertes, vinos tintos con uvas de mediana intensidad, un buen corte de carne de esos anchos y grasosos que me hacen salivar en cantidades groseras, mataría a un vino sencillo, sin barrica (de eso que lo meten en un barril que es de donde saca todos esos aromas que uno, en su eterna ignorancia, dice: pues, ¿qué le inyectaron a la uva?). ¿Esto pasa acaso porque la carne es mala y bulea a los vinos pequeños? Resulta que es por aquello del equilibro de los sabores. Queremos que un vino acompañe al alimento y viceversa, sea siguiendo la línea de la intensidad, lo seco con lo salado, dulce con dulce y todo aquello o sea contrastando sabores. Es decir, si tu pareja se te parece en gustos, qué cosa linda, seguro compartirán muchas pequeñeces pero si les sale con la dolorosa ocurrencia de escuchar a Arjona, es cuando la cosa se puede poner interesante. Sé que el ejemplo es extremo y que en esta parte ya perdí a más un melómano, peeeero… síganme un poco, tal vez rinda frutos, como la Vid y saquen un buen vino de allí: En principio, pareciera que tu Arjona no empata con mi Bach y, que por favor, hagamos lo que hagamos, no debemos mezclarles en un mismo track (eso es en serio, quien lo haga, se las verá con todas las musas) pero, ¿qué pasa si me enjuago tu Arjona con mi Bach y me lo trago con todo el amor que te tengo? ¡Magia! Eso pasa, el principio del verdadero equilibrio, la suma de voluntades con distintas metas, que eligen una meta compartida, la explosión de los contrastes: Jamón Serrano y un espumoso Brut; ¡no marches, brujo! Decía mi abuelita (ella, a su vez, decía que su abuelita lo decía). ¿Por qué solo coincidir en coincidir?, ¿por qué no reincidir en reinventar?

En suma, mi maestro Ricardo me dijo la lección más importante que hay que saber sobre el maridaje perfecto: NO EXISTE. Y como maridaje es primo hermano de matrimonio, ya déjese de “defectos” y expectativas para empezar a buscar sumas improbables de voluntades y personalidades. Quién quita y en una de esas termina degustando una relación verdadera.

Atte. El Doctor Corazón de Pollo, Gus Proal.

 

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