Limusinas, naranjas, lunas, orugas, paté, jeep y más se mezclan en una sola mordida que dan ganas de dar apenas termina la canción; porque lo que quieren es que nos comamos todo, incluso a los mismísimos Sugarcubes.
Por Analhi Aguirre
Allá en 1989 algo estaba pasando en la música, algo tan raro como genial. Una década de un pop extremadamente nuevo dejaba cocinarse otros estilos de música, que siempre tenían ingredientes de bandas o solistas anteriores. Sin embargo, dentro de esta rosca musical recién horneada sólo se daban a conocer quienes estaban en una geografía visible y que ya eran la cereza del pastel.
No era el caso de Sugarcubes que hacía ruido desde el norte bien, bien arriba –precisamente en Islandia- y que pocos pudimos escuchar o escuchamos más tarde por su cantante Björk Guðmundsdóttir. Lo increíble es que si hoy -más de 20 años después- pones un disco de estos extraños –aún en ese entonces- cubos de azúcar pueden hacerte batir con su punk-rock-pop tan ochentero como actual. Con sus 24 años, la pequeña Björk grita que ella es sólo la muchacha como para decir qué hay que comer, pero sabe que la comida es la vida…Hay un menú que la banda obliga a que se trague, a que nos lo traguemos, pero es una carta gastronómica un tanto distinta, nada ordenada, extravagante, surrealista: limusinas, naranjas, lunas, orugas, paté, jeep y más se mezclan en una sola mordida que dan ganas de dar apenas termina la canción; porque lo que quieren es que nos comamos todo, incluso a los mismísimos Sugarcubes. Al fin y al cabo, no por nada la banda tiene un nombre comestible.
No dejes pasar: los zapatitos de Björk con plataforma, el indefinido alimento que se come la banda y la tremenda hamburguesa que aparece en pleno video.